A mucha gente le gusta utilizar el limón como aderezo de determinados platos, especialmente si se trata de preparaciones a base de pescado, cosa que a otros muchos, a los que se consideran guardianes de la ortodoxia gastronómica, les parece poco menos que una herejía.
Uno, con el paso de los años, va entendiendo que en esto de la gastronomía no cabe aferrarse demasiado a esa ortodoxia, ante todo porque ignora qué es ortodoxo y qué no y sabe que en este terreno, como en casi todos, lo que una vez es ortodoxo puede dejar muy fácilmente de serlo, y viceversa.
Pero ocurre que topamos con algo muy arraigado en lo personal, que es el gusto. Un refrán castellano dice que sobre gustos no hay nada escrito; no es cierto, si lo tomamos en sentido literal: sobre gustos se ha escrito muchísimo. Otra cosa es que busquemos otro significado de la palabra escrito, en el sentido que a veces usamos de decir que algo estaba escrito, es decir, era inevitable o estaba perfectamente reglamentado. Entonces sí que podemos decir que sobre gustos no hay nada escrito.
Pero muchos se empeñan en que lo haya, precisamente en nombre de algo tan particular como el gusto. Es el caso de la utilización del limón como aderezo en determinados platos, especialmente en los de pescado.
Los guardianes de la ortodoxia sostienen que no sólo es innecesario, sino contraproducente, porque el punto ácido del limón enmascara el sabor original del pescado, lo altera: todo acaba sabiendo a limón, dicen. Arguyen que hoy, con los avances en las técnicas de transporte y conservación de los alimentos, ya no tiene justificación rociar un pescado con limón, cosa que -sostienen- se hacía antes para disimular las deficiencias en su frescura y los sabores no deseados.
Tienen razón, seguramente; pero insistiremos en que el gusto no puede codificarse. El limón se ha usado desde su
llegada a Occidente para aliñar muchos alimentos. Solemos poner unas gotas de limón en las ostras y las almejas al natural, y ya me dirán ustedes cómo vamos a hacer un cebiche sin limas o limones.
Ir más lejos, y rociar con jugo de limón un pescado frito, es una costumbre bastante extendida... que últimamente originaba las iras de los puristas, comprendidos en este concepto los artistas de la llamada cocina de autor, capaces, eso sí, de introducir en cada una de sus creaciones elementos extraños que alteran esos sabores originales que tanto dicen respetar. A quien pidiese un poco de limón le miraban como si hubiese cometido un crimen.
Bueno, pues algunos prometedores y jóvenes maestros de la cocina actual han redescubierto el limón, y lo usan con pescados. En las últimas semanas hemos disfrutado de dos platos, uno con mero como protagonista, el otro con un excelente rodaballo como elemento principal, en los que el toque de limón era notorio...
y, a nuestro juicio, agradabilísimo.
En el primer caso se trataba de un pil-pil alimonado; en el segundo, de una salsa estilo meuniére también con limón. Ambas salsas eran deliciosas, y aportaban una sensación refrescante, limpiadora, entre bocado y bocado de pescado. La mayoría de quienes compartimos esos platos los elogiamos sinceramente; pero en ambos casos hubo quien, en nombre del purismo, los criticó con dureza.
Como ven, cuestión de gustos. Lo que no es de recibo es elevar una anécdota -el gusto de cada cual- a la categoría de regla, y menos aún de regla inmutable. Allá cada cual con sus limones. Pero a lo más que se puede llegar es a decir 'a mí no me gusta', cosa perfectamente respetable; pero pasar de ahí a afirmar que 'es una porquería' es un salto demasiado arriesgado y revelador de una prepotencia y de una intransigencia que el gastrónomo no puede admitir.
O sea: si le gusta el limón, úselo. Si no, no. Pero... no dogmatice.